En la secuencia de artículos sobre viajes, hago una pausa para matizar la sección de "Mundo y Cultura" compartiendo otra de mis pasiones: la música. Más que hablar de la música en sí misma, me encantaría compartir perspectivas, experiencias y opiniones. Al tratarse de este tema, no son materia precisa y tienen un carácter subjetivo, de acuerdo a mis gustos y pasiones en el arte. Con esta advertencia, sigo hoy para compartir lo que para mí ha sido material de varias reflexiones, ya no solo sobre la música, sino también sobre la condición humana, sobre el paso del tiempo, sobre la euforia de hacer parte de un momento histórico, etc. Ya verán a qué me refiero.
Como ya lo había contado en otro artículo, soy orgullosamente generación X y, más que coleccionar críticas frente a las más recientes generaciones, me satisface el cúmulo de experiencias que el tiempo y el país me dieron, especialmente con el género de música que más amo: el rock. Mi referencia a esta generación busca ubicarlos en lo que les quiero contar.
Corría el año 1992 y veíamos que el rock presenciaba el fin de la fiesta por el ascenso del movimiento grunge. Los 80's y sus grupos parranderos como Mötley Crüe, Aerosmith, Def Leppard, entre otros, nos habían animado muchas fiestas, nos habían regalado las baladas más poderosas para esos primeros amores. El rock se mostraba en su esencia más dura, ruidosa, brillante y, en el país, contrastaba con lo que hacían tendencias más fuertes, más oscuras (por llamarlas de alguna manera) o más punk, rechazando la realidad que de muchas formas trataba de informar el "No futuro" para gran parte de esta generación. La coyuntura entre este escenario y el que venía con Nirvana, Pearl Jam, entre otros, era sin lugar a dudas aquella banda de Los Ángeles, que cerraba el hard rock dejando la vara tan alto que nadie podría bajarla tan fácil.
Y es que ese sonido brutal de "Welcome to the Jungle", que venía dentro de un álbum con otro nombre no menos poderoso, el famoso Appetite for Destruction, nos mandó un mensaje total a la generación: la calle era el escenario, no estaría fácil y había que abrir los ojos para ver lo que había alrededor. MTV ayudó con los videos de la banda, el cine haría lo suyo con la saga de la segunda parte de Terminator, que nos decía que en algún momento, algún idiota del mundo podía apretar el botón.
En fin, nosotros, desde la periferia de este escenario musical, añorábamos esos videos y películas, y soñábamos con nuestras fiestas alrededor de esta música. No fue poca la emoción cuando, de pronto, de la noche a la mañana, sin saber mucho del tema de giras y conciertos (porque aquí no venía nadie), aparecieron los titulares, las noticias y los programas de radio anunciando: "En noviembre, Guns N' Roses, los rebeldes de L.A., vendrían a Bogotá a un concierto único".
Parecía mentira, parecía que nos estaban jugando el día de los inocentes a destiempo. ¿Cómo era esto posible? Pues sí, era posible, y quienes se embarcaron en la aventura de hacerlo deberían enfrentar el país que todavía no entraba a los noventa con preconceptos del satanismo del rock de los años 70's, con una sociedad pasmada por la violencia que no terminaba y con el aislamiento que buscaba terminar con la apertura económica. Tiempos de racionamiento de energía, de "Hora Gaviria", de triunfos colombianos restringidos a la bicicleta y a la ilusión que nos daba el fútbol.
Sí señores, venía Guns N' Roses y había que verlos. Les adelanto el final… Yo no fui. Si pensaron que el artículo era un recuerdo apoteósico del concierto, debo afirmar lo contrario. No pude ir, era frustrante no lograrlo, pero lo que sí quiero ofrecerles es la perspectiva del que parece ser el único bogotano que no fue al concierto. Y lo digo porque, en las décadas siguientes, al encontrarme con otros de esa generación y al conocer gente nueva, pero de la misma edad en ese entonces, todos, sin excepción, fueron y lloraron cuando Axl cantó "November Rain" y empezó a llover en Bogotá. Intentenlo ustedes, pregunten y verán que todos estuvieron ahí.
Y es que ese es el objeto de este artículo: la intensidad de la forma como vivimos y la inmensa felicidad de saber que todo esto pasó ese día de noviembre de 1992 en el concierto, metió al estadio a toda mi generación. Así no hubiéramos ido, todos nos sentimos parte. Les aseguro que no todos podrían dar fe de haber visto la banda, pero la intensidad de esa noche nos incluyó a todos. Y es que, más que investigar quién realmente fue o no fue, se trata de emocionarse con lo que pasó y aprender de muchas lecciones que nos dejaron esos días. La ciudad y el país estaban para grandes cosas. El fracaso de un concierto de cuarenta minutos dejaba la lección de poder recibir grandes artistas superando los retos que había que superar: la seguridad debería mejorar, y los protocolos de organizadores, de miembros de la alcaldía, entre otros. Hasta el público debía aprender lecciones. Pasa lo mismo cuando salen las memorias del Concierto de Conciertos de 1988 en el Campín: todos, sin excepción, fueron y disfrutaron de más de diez horas de rock. Parece que es nuestro Woodstock, esa memoria colectiva que nos une. Al ver hoy un estadio lleno que recibe a múltiples generaciones viendo a Paul McCartney, a los que vieron a Shakira o a los mismísimos Rolling Stones, vemos que somos un país que aprende sus lecciones, tanto las grandes como las pequeñas. Y así yo no haya ido a ver a mi banda favorita de ese entonces, y otros, sin haber ido, proclamen haber hecho parte, siento que el tiempo nos da la oportunidad de narrativas poderosas, hasta inspiradoras. Si hoy los jóvenes se contagian de ese espíritu, ¿qué importa no haber estado si realmente hiciste parte?
Finalizando este artículo, les confieso que finalmente sí fui a verlos, pero cuando volvieron y dieron un épico concierto en Medellín en 2016. Esa aventura se las contaré después.